Licenciado en Filosofía y Letras, al finalizar sus estudios escribe La Raya. Dedicado a la administración de Empresas, obtiene el grado en Administración de Personal, ocupando diversas responsabilidades administrativas como gerente o jefe de administración. Sin perder su vinculación con el arte y la historia, siguió realizando trabajos y estudios en Historia y en Arte. Culminada su actividad laboral, se encuentra volcado en estudios de Literatura, Poesía, Dibujo o Sociología. La obra que aquí se presenta es el fruto de su dedicación actual.

UNA BREVE EXPRESIÓN:

Hace unos años, el frío, la humedad, la mala leche que me producía una tierra vacía y baldía me llevó hasta el extremo de hacerme perder mi espacio de confort. Con la idea de dejar una tierra virginal, llena de naturaleza y aventura a la que me enfrentaba en soledad, con una potente motocicleta que me permitía recorrer aquellos paraísos como un lobo estepario (o así, a mí, me lo parecía) andaba en busca de mi destino (¡?). Todo, desde luego, era una rara ficción a la que me había acostumbrado ante la soledad de una tierra esteparia, fría. de veranos más que calurosos, que finalmente me harto y me movió a marcharme.

Busqué otros lugares, quería cambiar de sitio. Volver a mi vieja tierra: Zaragoza, descartado, por su clima y su masificación. Al sur, muy caluroso para alguien de Soria (no había dicho, hasta ahora, qué lugar era aquel páramo estepario). Cantabria; no, muy caro. Asturias, muy desconocido, muy húmedo. Galicia, muy difícil. El país vasco o Cataluña, no. No, con los separatistas (me decía). Luego: no a Extremadura, no a la otra Castilla. Me quedaba sólo El Levante, las islas me parecía muy agobiantes. Un punto se me antojó fácil, entrañable: Castellón. Lugar de costa, de puerto, se hacía agradable para la estancia, cerca de Benicàssim, cerca del mar. Clima benigno y próximo a todo lo que suponía el reverso de lo que hasta entonces había vivido. El lugar finalmente sería: el Grau de Castellón.

Excelente, sin masificación, con playas de finas arenas, limpio, próximo a los transportes públicos, al hospital, a la farmacia, al mercado, a los restaurantes a todos esos lugares y sitios que nos gusta tener a mano encontré una casa. Ciertamente, como imaginas, no todo fue el idilio que soñaba. Las cosas cambiaron, ya lo creo. Ahora, todo era más caro, en cualquier sitio se revelaban las colas de gente en todo: para comprar o ir a algún lado, al médico, al cine, son imprescindibles. ¡Las colas! Y más…

Así que, al lado del mar, en mi nuevo idílico domicilio, podía dedicarme a lo que más me gustaba.

Cuando abandoné Soria, tras un proceso doloroso. Tras un despido forzoso, en mi último trabajo (toda mi vida laboral ha versado como gestor de empresas) parecía que miraban por mí: me jubilarían. Y, sin embargo, a mí, me parecía que lo hacía a una edad muy joven, con 62. Pero … me podría dedicar a lo que más me gustaba: leer, escribir, nadar, saborear el mar y sus playas tras largos paseos; tomar algún pescadito, alguna cañita, vino blanco, a la orilla del mar, en una hermosa terraza viendo pasar el día. Y, sobre todo, volver a montar en moto. Viajes por los paisajes más insospechados, hermosos y próximos a casa. Castellón es para eso un gran lugar de turismo y paseo. Pero un pésimo punto de referencia para el viajero y el excursionista. La plana de Castellón es infinita, aunque enseguida quede recortada por los montes, que ocultan la verdadera esencia de esta tierra. El llano, no tiene referencias: las rotondas, las carreteras, las ciudades, para el novato todo es igual. Y el tráfico, inmenso para una moto. El ajetreo en las carreteras, para un “pureta” como yo, era excesivo. Si no corría me pasaban y me volvían loco, me adelantaban, a noventa, ¡hasta los camiones! A ciento veinte, me llovían las multas. Recorrí los lugares más apetecibles: Vilafamés, Montanejos, Chiver, Culla, Suera, Peñíscola, Benicàssim, Cuevas de San José. Y tras recibir, los empujones en las filas para entrar a ver algo, de darme cuenta de que la gastronomía castellonense es muy poca cosa, salvo el arroz y las pizzas (la canción dice: “un arrocito a Castellón”, no un asadito o una ensaladita), de observar sus paisajes, de quedarme con varias multas, y ver que con el calor del verano no podía ponerme la ropa de protección para ir en moto: la vendí. Me la quité. Después de cuarenta años yendo en moto, decidí que se había acabado. Había llegado hasta aquí para eso, para vender mi moto. ¡Pues bueno!

Ahora, paseos en barca. Saqué mi barca hinchable y al mar. Y a la primera de cambio, me tropecé con que las barcas hinchables no son muy competentes con las olas. Remaba hacia el fondo del mar y éste se volvía contra mí llenándola de agua, y dejándome en la orilla, sin avanzar un metro, tal que a un bebé jugando en su bañera de verano, al lado de la arena. Me dije, pues si no soy capaz de hacerla remontar el mar, me iré a un pantano. En cuanto aparecí por allí se acercó un “amable forestal” para advertirme que, si ponía la canoa en el pantano, sin licencia, la multa sería de tres mil. Se acabó. Ya tendría oportunidad de remar apuntándome a algún club de la costa. Los viejos recuerdos de Soria se habían disipado como el humo. Adiós a la moto, adiós a la barca. Me quedaba ir en bici, andar y escribir. Y es lo que hice.

Completé dos buenos trabajo, o se me pareció a mí: “De Cienfuegos a San Baudelio”, que es la crónica de un indiano vuelto a la península desde Cuba, tras la pérdida de la isla, en 1898, y sus inesperados sucesos. Y aposté por seguir escribiendo sobre la libertad, sobre la sociedad y terminé “El chocolate es amargo”. La vida del intrépido Alfonso Alanzor, más conocido como Alfonso de Villaverde, que convertido en un gran ingeniero ayudó al fortalecimiento y engrandecimiento de Santa Marta y otras ciudades del norte de Colombia, a finales del siglo XVIII, gran conocedor del cacao y el chocolate volvió a la Península y pudo organizar un gran salón de café y chocolate, en Cádiz, que al final sería su ruina al caer, él, en manos de la inquisición por su gran pasión por la libertad. Como es la mía.

He sido y sigo siendo un gran estudioso de la sociedad, a la que no considero en lo más mínimo un monstruo que devora hombres, a los que pervierte y transforma en demonios. Todos somos responsables de nuestros actos.

Portada del libro De Cienfuegos a San Baudelio

La sociedad, para mí, es una identidad muy íntima y muy cercana. Una realidad inmediata, frágil y diáfana que se aleja y se acerca tanto como nosotros a ella, sin darnos cuenta de lo que es. Pensamos que la sociedad son esos miles, millones de personas que nos rodean y no es cierto. Eso es el agregado social. Nuestra sociedad es un conjunto reducido de personas a las que conocemos, con las que convivimos y pasamos nuestra vida. Y en tanto nos vinculamos con ellas, éstas, a su vez interactúan con nosotros. Nos abandona o la abandonamos tanto como nosotros a ella, a nuestra sociedad mediata, que es la única que existe. Formada por no más de cien o ciento cincuenta personas, con las que interactuamos. Todo en nuestra vida es ese pequeño grupo, que varía, que cambia y que evoluciona, en el que se ubica nuestra vida, nuestra familia, nuestros más profundos allegados. Todo, como creo, circula en torno a ello. Por ejemplo: en una novela no hay miles de personajes, son un grupo, un número pequeño. Lo mismo en una película, en una serie de TV, en el teatro, donde quiera que miremos. Es lo que entendemos. Y cada uno se vincula con su grupo, con el que intercambia y se comunica, mientras evoluciona. La sociedad así constituida se institucionaliza, necesariamente: la familia, el lenguaje, el dinero, las comunicaciones, son instituciones en las que encajamos cumpliendo con nuestros estatus y nuestros roles. Más tarde no integramos en esas instituciones, más amplias, y aún de rango legal, que es el elemento constitutivo y definidor de la formación de la sociedad liberal, a la que venero y por la que sería capaz de todo. Sin libertad no hay vida, sin propiedad no hay respeto por la vida, si me roban mi propiedad, que les importo, si la sociedad no me defiende, nada tiene sentido. Un Estado (otra institución liberal) está para velar por sus individuos y su entidad social. Si no me defiende no soy nada y, por lo tanto, mi vida no tiene importancia. La vida no merece la pena vivirla sin libertad y sin el respeto al individuo, por el que, y para el que, existe todo lo que nos rodea. Los partidos políticos, los mismos políticos, no son los dueños del Estado, no son nuestros valedores. Nosotros somos el público objetivo para el que se constituyen los colegios, los hospitales, las carreteras, los ríos, la salubridad y tantísimas otras cuestiones que la sociedad liberal, gracias a la ciencia, ha sabido sacar adelante. El Estado somos nosotros, y no debemos dejarnos avasallar, por ese Estado que sostenemos con nuestro esfuerzo. No somos limones a exprimir, somos partícipes.

Así que intentando expresar este cúmulo de ideas, escribí un libro de ensayo: “La vida cotidiana en El libro de Buen Amor (o el origen del liberalismo)”, que posteriormente me sirvió para escribir la que fue mi primera novela, y la que más me ilusionó: “La Raya”. Un relato en clave de Historia, como todas mis novelas, hasta ahora escritas, que versaba sobre un caballero de la frontera Aragonesa-Castellana, llamado Pedro Jiménez de Samper, que vivió los grandes aconteceres del siglo XIV (La Peste, La Guerra de los Dos Pedros y el surgimiento del Liberalismo), que me sirvió para dar vida a mas de doscientas personas que había visto en los documentos del archivo municipal de Borja -Zaragoza-, cuando hice mi tesis de licenciatura en los años 80.

Mi pasión por la cultura, la escritura y la investigación, que siempre ha precedido a cada uno de mis libros, ha sido siempre mi más profundo motor de enriquecimiento personal, surgido ya, cuando era un muchacho de catorce años, con mi primer relato, que en una mudanza de casa, mi madre se sirvió tirar a la basura, se titulaba: “El secreto de los Cincuenta Estados”, un cuento de unas ochenta páginas, las de un cuadernillo grapado, que versaba sobre el conocimiento de una sustancia que curaría los males de la humanidad, que sólo los dirigentes de esos estados conocían y empleaban, sólo para ellos. Menudo secreto, si lo conocían cincuenta Estados, y menuda oligarquía más improductiva (como todas claro).

Las necesidades del trabajo me alejaron, en parte, de mi tarea de escribidor, pero no de investigador y de conocedor de libros, autores, escritores. Durante muchos años fui acumulando datos sobre el liberalismo y las sociedades democráticas

Soy un gran seguidor de Jesús Mosterín (ya fallecido), de José Luis Corral, de Irene Nemirosky (trágicamente asesinada), de Zueco, de Andrés Amorós.

Soy estudioso de Milton Friedman, Haye, Pope, de Juan Ramón Rallo, Darwin, y, cómo no, de Escohotado. Estudioso de Diamond, Harris, Beals, Hoijer, en antropología y en sociología de Giddens. Y tantos otros que sería largo de enumerar.

Durante años mi pasión fueron Quevedo, Cervantes, Góngora, Calderón, Galdós, Pardo Bazán, Machado, Lorca, Dickens, Dumas, Balzac o Goethe, algo de Proust, y los eternos Dostoievski, Tolstoi o Serguéi Esenin y Andréiev, literatura rusa (clásica, ya perdida.  “Tiempo de rojos, tiempo de hambre y de piojos). Y le tengo verdadera antipatía a una novela que en mis años de juventud fue modelo de vida de muchos de mis compañeros y amigos, a la que se le tildaba de lo más aperturista, y, a mí, sólo me parecía la apología de un machista y la tergiversación y antítesis de lo que creía que representaba el liberalismo: “El amante de Lady Chatterley” … Por los mismos años me hice incondicional de Hergé y su Tintín.

Sin embargo, mi gran gusto está por la literatura histórica, tal cual: Historia; a su vez la novela histórica. Me encantan las historias extrañas: la clase bien inglesa (tan pijos) de Jane Austen. La profunda desazón de Pardo Bazán, en “Los pazos de Ulloa” o la no menos extraña “La esfinge Maragata” de Espina, sin poder olvidar “La Regenta” de Clarín, en Vetusta, para mí España. Sí: “ME DUELE ESPAÑA”, como decía Machado.

Por todo ello, como se puede entender, sigo trabajando en mi obra, en la que me encuentro profundamente volcado, y que algún día terminaré. “La Mesta” una novela basada en los años finales del siglo XVII y primeros del XVIII, que intenta recrear la vida de aquellas gentes de la trashumancia. Cómo no, el inacabado poemario de mi vida, que un día decidí que se titularía “Margaritas, amapolas y barro”, en el que vuelco mis sentimientos por los amigos, los amores, las emociones: mis margaritas; en el que abomino de lo que odio: el barro, y en el que reflejo mis dolores: mis amapolas. Y, cómo no, un libro que llevo decenios escribiendo, que procura ser breve, y que he titulado: “Mi sociología”.

Así que, estimulado por mi editor, he procurado reflejar un poco de mí, en clave de relato breve, risueño, supongo, para poder pertenecer a ese gran equipo y excelente divulgadora de la cultura que es Editorial Adarve.

                                               En Castellón a 20 de octubre de 2024.

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