Rafael Romero Rico

 

Rafael Romero autor de Reverso. Editorial Adarve, Editoriales de EspañaVivo en Madrid. Aunque estoy tan enamorado de esta ciudad, que sería más adecuado decir que Madrid vive en mí, y no pocas veces a través de mí habla.

Estoy casado. Mi mujer, Elena, hace las cuentas desde el gran día que nos pusimos los anillos, hace ahora quince años, yo las hago desde el primer beso que nos dimos y tuve el arrojo de posar mi mano sobre su piel, hace veintitrés años. Mis pacientes me preguntan, con cierta sorpresa encubierta, cómo alguien que parece vivir la vida con bastante intensidad y abierto a tantas posibilidades de vivirla, se las arregla para mantener satisfactoriamente una relación de pareja durante tanto tiempo. No tiene mayor secreto. Suerte de dar con la persona adecuada, y una preciosa y a veces agotadora lucha con uno mismo por hacer las cosas bien, y por no dejar de preguntarme en cada momento qué es hacer las cosas bien.

Por cierto, tengo 43 años. No sé si es la tensión acumulada de estos siete meses de pandemia, o que me toca pasar por caja con esos bandazos de viento con los que el tiempo periódicamente te hace darte cuenta de que te estás extinguiendo, pero estoy perdiendo pelo y vista a una velocidad inusual. Ah, he pasado de tener dos canillas traviesas en la barba a tener cincuenta. O cien. No sé, mogollón más. También me acompaña desde hace unos meses un puto pitido en mi oído izquierdo. «Acufenos» lo llaman. Por lo demás estoy bien, gracias.

Llevo diecinueve años trabajando como terapeuta y profesor. Me encanta mi profesión. No es perfecta, nada lo es, pero probablemente se acerque todo lo que es posible hacerlo. Lo doy todo en mis sesiones, lo que hace que no me quede casi nada para después. No es que no haya un remanente, es que no quiero darle más a la psicología. Cada cosa en su momento es una buena máxima a la que rezar. Mis alumnos se desconciertan cuando me piden bibliografía y les digo que el último libro que leí relacionado con la psicología fue hace quince años. En las cenas de navidad, huyo como rata rabiosa de los compañeros que usan el banquete para hablar de sus casos o investigaciones.

Empecé a escribir hará algo más de diez años. No llevo la cuenta. Prefiero no llevarla. ¿Diez años y aún no he dado el pelotazo? Igual es que nunca vas a darlo. Lo dicho, prefiero no pensar. Un día, decidí escribir un libro, Diario terapéutico de un extraterrestre. Descubrí que si dejaba a mi cerebro hacerme preguntas sobre por qué escribía, si no sería una pérdida de tiempo o quién me creía yo para pensar que podía aportar algo valioso, dejaría de escribir, así que, desde ese día hasta hoy, escribo sin hacerme preguntas. Como un autómata que se inmola sin plantearse si existe su dios. A veces, inevitablemente, cuestiono mi devoción. Me siento tonto, narcisista por seguir avanzando cuando quizás la realidad te está gritando que no eres suficientemente bueno. Dedico a la escritura muchas miles de horas, vuelco en ello lo más ardiente y honesto de mi interior y, cómo no, el «para qué» sale a mi encuentro de vez en cuando. No dura mucho, lo que tardo en ponerme de nuevo  a escribir.

Hay una pregunta que sí he respondido. ¿Soy escritor? No lo digo con mucha seguridad, pero sí, por fin, voy creyéndomelo. Soy escritor. Concluí, que si he publicado seis libros, soy escritor. Indudablemente. Otra cosa es lo bueno que sea, pero no hay discusión, el que juega al tenis es tenista. Aplícate el cuento. Si lees, eres lector, por tanto, si escribes, eres escritor. Probablemente ser escritor tenga más que ver con una actitud del alma que con los ejemplares vendidos. Para que esta afirmación tenga rigor debería sostenerla alguien que venda muchos libros. No es mi caso.

Llevo un par de años escribiendo una novela maravillosa. Maravillosa de escribir, quiero decir. Es la biografía de una mujer. Los Reyes anteriores me trajeron el título de patrón de barco y la dejé unos meses, nunca he dejado una novela a medias. Después vino la pandemia y me puse a escribir Diario Cuarentena, lo volví a dejar. Y hace unos meses, tuve la inspiración de escribir un libro de esos que se escriben solos, como si dentro de ti hubiese un río de ideas y palabras que pujan por salir todas a la vez. Estoy a punto de acabarlo y espero, por fin, retomar la vida de esa mujer que hice nacer y dejé colgando de un hilo con ochenta años a la espera de continuar su historia. Por cierto, el libro que han vomitado mis entrañas se llama Miedo. Dentro de poco iniciaré el aburridísimo camino de encontrarle editorial que le dé de mamar.

Hablar sobre mi forma de escribir me incomoda. Siento algo parecido a la vergüenza. Lo mejor de mi vida son mis hijos, pero no dejaría escrito por qué lo son. En fin, para muestra un botón, que dicen. Sirvan las líneas de este texto para presentarse a sí mismas.

Soy un escritor atípico en la medida que soy un lector tardío y no muy comprometido. Mi amor por los libros lleva conmigo no más de diez años, y les dedico menos tiempo del que me gustaría. Tengo mala memoria y no tomo notas de lo que leo, aunque me guste, por lo que no sabría recomendarte ninguna cita. Mejor búscala tú. En todo libro, en todo, hay un buen puñado de frases sobresalientes.

Para bien y para mal, la obra favorita mía siempre es la última que he escrito. A Reverso, publicada en Adarve, le tengo especial cariño por ser el salto definitivo de la autoayuda a la novela. De otros autores, admiro su sensibilidad, su creatividad y la forma de jugar con las palabras. Por citar algunas obras, me chiflan El lobo estepario, de Hermann Hesse; Niebla, de Unamuno; El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez; Pastoral americana, de Philip Rhot; o Años luz, de James Salter. Todos ellos, faros que me guían, pero cuya luz nunca podré alcanzar.

Respecto a las aficiones, me encanta escribir, leer, pasar tiempo con la familia y amigos, la montaña tanto en su vertiente competitiva como contemplativa, mi trabajo y las personas. Mi mayor afición es buscar la felicidad. Es una obsesión que me da mucho, muchísimo trabajo. Prácticamente todo lo que hago, y dejo de hacer, es para cortejarla. Creo que es la dama que más quebraderos de cabeza me ha dado jamás.

Al pensar en describir cómo soy, me descubro para mi sorpresa reservado. En el «cara a cara», hablando con un paciente, alumno o desconocido, puedo contar sin tapujos la mayor de mis intimidades. Sexo, dinero, miedos y angustias son temas con los que puedo sentirme cómodo. Si mi vida puede servir para mejorar la tuya, me es sencillo compartirla. Pero así, sin la protección de mis personajes ni la calidez del «cara a cara», se me hace raro desnudarme. Una vez más, te digo, que el que sepa quitar la ropa encontrará en este texto la respuesta a esas preguntas. Qué mejor forma de decir cómo soy que mostrándote mi forma de escribir.

Portada del libro Reverso de Rafael Romero Rico. Editorial Adarve, Editoriales actuales de EspañaMis libros son muy distintos, por lo que me es difícil encasillarme en un género concreto. Escribo autoayuda novelada, autoayuda pura, novela negra, novela con tintes de realismo mágico, poesía de rapero, filosofía de camorrista, ensayo camuflado. En definitiva, escribo lo que me da la gana y cómo me da la gana.

Si me preguntas por mi forma de entender el mundo, no sabría decirte. Llevo miles y miles de hojas escritas intentando hallar esa respuesta, no me veo capacitado para resumirlo en un par de líneas. Digamos que la vida es una maravillosa y puta locura que nos queda grande aunque la tratamos como si pudiésemos meterla en nuestro bolsillo mientras el tiempo nos va consumiendo, hasta que un día todo se va a la mierda y lo único que puede calmarte es mirar atrás y decirte «¡Joder, que bien he jugado mis cartas!»

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