
Texto extraído de la Revista Penélope. 13ª Edición. del profesor Dr. Víctor Hugo Pérez Gallo
La novela “1927, caído de este lado” de Ildefonso Vilches representa una de esas raras joyas literarias que logran conjugar la sencillez formal con una profundidad temática abrumadora. A través de un lenguaje pausado, melódico y cargado de imágenes, el autor construye un universo que, aunque pequeño y aparentemente marginal, contiene las grandes preguntas de la existencia humana: el sentido de la memoria, la dignidad del anonimato, la persistencia del pasado en la vida cotidiana.
Desde sus primeras páginas, Vilches deja claro que esta no es una novela tradicional. No hay héroes, no hay épicas ni giros argumentales espectaculares. Hay, en cambio, una fidelidad poética a lo pequeño, a lo íntimo, a lo olvidado. Es precisamente esa elección estilística lo que transforma la obra en una suerte de elegía coral para los que vivieron “del otro lado” de la Historia —ese lado donde no hay medallas ni estatuas, sino silencio, rutina y resistencia muda.

La ambientación elegida por Ildefonso Vilches no es un simple telón de fondo narrativo, sino la encarnación misma del espíritu que sostiene toda la arquitectura simbólica de la novela. No se trata de una elección decorativa ni meramente anecdótica, sino de una construcción deliberada del ethos de 1927, caído de este lado, entendida esta como una suerte de topografía moral y ontológica que delimita lo posible en el mundo narrado. El pueblo sin agua, sin fútbol, sin modernidad que Vilches retrata —una comunidad clausurada en su propio destino de marginación— no remite solo a un territorio concreto y empírico, sino que se convierte en una alegoría de la España profunda, arquetípica y arcaica, la España que no llegó nunca a modernizarse ni a inscribirse en el relato triunfal de la historia oficial.
En esta geografía detenida, donde el reloj no marca horas sino repeticiones infinitas de un mismo día sin futuro, lo cotidiano se transmuta en signo. Hay en ello un gesto que podríamos calificar, en términos bloomianos, en la medida en que lo trivial —una siesta, una sombra, una muchacha que camina bajo el sol— se carga de una intensidad simbólica que desborda su materialidad. Tal como en las grandes obras del canon occidental, Vilches invoca una atmósfera que no necesita explicarse porque se impone desde la experiencia sensorial. No asistimos a un argumento, no se nos conduce por una cadena de causalidades narrativas; somos, en cambio, arrastrados a un mundo donde cada partícula de polvo, cada grieta en las paredes, cada pausa en la respiración de los personajes funciona como cifra de una verdad ontológica más profunda.
La comparación con la pintura impresionista no es casual ni decorativa. Así como Monet no pintaba objetos sino la luz que los tocaba, Vilches no describe el pueblo, sino el aura que emana de él. Es un autor del claroscuro emocional. Sus descripciones —precisas pero nunca frías— nos conducen por un universo donde la materialidad se descompone en sensaciones, y estas a su vez en símbolos. En su literatura su prosa muchas veces roza la poesía(y nos recuerda los versos de Machado): ” La mujer del casero revuelve ollas y otros cacharros de barro en la cocina, echa de comer a las gallinas y riega con un cubo de zinc las plantas que adornan el camino que llega hasta la puerta. Lleva un sombrero de paja en la cabeza y un pañuelo en el bolsillo del delantal con el que se seca los sudores, ya desde la mañana temprano.” Los cuerpos cansados de los jornaleros, las mujeres que habitan sin hablar, los niños que juegan entre las ruinas como si ignoraran que están heredando la desolación: todos ellos no son personajes sino encarnaciones, signos en una escritura del duelo, del fracaso histórico, del olvido como herencia.
Harold Bloom afirmaba que las obras verdaderamente canónicas son aquellas que “nos leen a nosotros tanto como nosotros las leemos”. Esta novela, sin necesidad de alardes técnicos ni artificios postmodernos, nos enfrenta a nuestra propia forma de mirar la historia. El lector —inescapablemente contemporáneo, quizás urbano, quizás ajeno a ese mundo seco, detenido, pre-eléctrico— es interpelado por esa atmósfera, no como testigo, sino como heredero. El texto no se presenta como un archivo del pasado, sino como una meditación sobre el presente que ha olvidado sus raíces más profundas. La atmósfera se convierte así en un dispositivo ético y estético, que nos obliga a detenernos, a suspender la lógica acelerada del consumo narrativo, y a dejarnos arrastrar por una experiencia casi musical, casi pictórica, pero siempre moral.
En última instancia, lo que Vilches ha construido es una poética del silencio, de la lentitud y del peso del tiempo. Como en Pedro Páramo, como en las primeras novelas de Faulkner, el espacio aquí no es un escenario: es un personaje más. Y no un personaje secundario, sino el verdadero protagonista. Porque no hay acción posible sin ese sopor solar, sin ese rumor de las piedras calientes, sin esa siesta interminable que, como un conjuro, suspende toda posibilidad de redención. El lector no transita por una historia: se sumerge en una atmósfera, sí, pero en una atmósfera que es a la vez un juicio, una elegía y una advertencia. Vilches nos hace sentir, como dijera Bloom de los grandes autores, que la literatura no tiene por qué consolarnos, pero sí tiene la obligación de despertarnos.

Música y la novela
Uno de los aspectos más sobresalientes y sutilmente revolucionarios de 1927, caído de este lado es la musicalidad del lenguaje, una cualidad que no solo enriquece la experiencia estética del lector, sino que estructura la forma misma en que la novela comunica su visión del mundo. Ildefonso Vilches no escribe en el sentido tradicional del término: compone, orquesta, modula. Cada frase parece tallada a oído, como si la música interna de la lengua pesara más que su carga denotativa. Hay en su prosa un sentido del ritmo que remite, con naturalidad y hondura, a las cadencias largas y ceremoniales de Alejo Carpentier, ese maestro del barroco americano que nos enseñó que la novela puede sonar como un coral de Bach o como una habanera en ruinas. En Vilches, esta musicalidad no se impone, sino que emana del texto con una fluidez que roza lo encantatorio: el lector se encuentra inmerso en un fluir verbal que recuerda más a un canto que a una narración, a un réquiem íntimo por los olvidados.
Así como Carpentier convertía la historia y la cultura en sinfonías narrativas, Vilches logra que el polvo, las siestas, las manos agrietadas y las canciones de Raquel Meller formen un coro discreto, melancólico, que acompaña la lectura desde la sombra. La presencia de Debussy, lejana pero persistente, actúa como una partitura oculta que marca la tonalidad del relato: un impresionismo musical transfigurado en prosa, donde el timbre de las palabras, su vibración, su peso, importan tanto como su sentido. Esta novela no se lee como se lee un texto convencional: se escucha, se entona, se deja resonar en el cuerpo del lector. Las pausas, los silencios, los encabalgamientos sintácticos, todo contribuye a la atmósfera sonora de una escritura que recuerda que la literatura —como la música— puede ser una forma de conocimiento que no pasa por la lógica discursiva, sino por el temblor de la sensibilidad.

Pero sería un error quedarse únicamente en la superficie melódica. Bajo esta prosa envolvente y cuidada, hay una apuesta ética clara, una toma de posición que honra a los grandes novelistas del compromiso callado. Vilches no busca conmover con estridencia ni sacudir al lector mediante el dramatismo. Lo suyo es más hondo: es un mirar sostenido, lento, amoroso hacia aquellos que han sido sistemáticamente excluidos del relato histórico. Los campesinos anónimos, las mujeres invisibilizadas por generaciones de discursos patriarcales, los niños que juegan sin sospechar que están ensayando la derrota heredada: todos ellos son devueltos a la página con dignidad, no como mártires, no como símbolos, sino como seres humanos. Y en esta elección ética de mirar sin idealizar, de escuchar sin dramatizar, se cifra uno de los mayores logros del libro.
Como en Carpentier, donde lo real maravilloso no es una técnica sino una sensibilidad frente al mundo, Vilches propone una estética de lo real olvidado. La lírica no dulcifica la miseria, sino que la convierte en materia digna de ser nombrada. El autor no necesita levantar la voz para hacernos entender la injusticia: le basta con mostrar, con dejar que el lector oiga lo que nadie quiso oír durante décadas. La historia que se nos cuenta —o que se nos canta— es la de quienes vivieron sin testigos, sin archivo, sin épica, y que sin embargo fueron el sostén invisible del tiempo que vino después. Vilches se niega a dejar que desaparezcan del todo.
JN RFCFDGFEn su novela, como en una vieja canción grabada en un gramófono, resuenan para siempre las voces de los que no tuvieron voz. Este compromiso con la memoria colectiva no se expresa en grandes discursos, sino en detalles. La sombra de una higuera, el gesto de una mujer que barre la tierra, el silencio entre dos hombres que se saben derrotados. En esos momentos mínimos, casi imperceptibles, se articula la grandeza de la novela. Cada escena funciona como un archivo emocional de un país que intentó olvidarse a sí mismo.Lorem ipsum dolor sit amet, consectetur adipiscing elit. Ut elit tellus, luctus nec ullamcorper mattis, pulvinar dapibus leo.
Narrativa y realismo poético
La estructura narrativa elegida por Vilches también merece una reflexión detenida. Lejos de la linealidad cronológica o de la tensión dramática tradicional, la novela se despliega como un mosaico de estampas, de fragmentos, de voces apagadas que, sin embargo, logran configurar un retrato coherente del tiempo y del lugar. Esta fragmentación no es un accidente, ni un simple artificio postmoderno. Es, en realidad, un gesto profundamente honesto: así es como opera la memoria. No recordamos en orden ni con precisión. Recordamos a retazos, por asociaciones, por emociones. La novela se convierte así en un espejo de esa memoria individual y colectiva.
Este enfoque conecta a Vilches con una tradición literaria iberoamericana que ha explorado la marginalidad, la ruina y la poética del olvido. Resulta inevitable pensar en Juan Rulfo y su Pedro Páramo, en donde un pueblo de muertos habla desde el subsuelo para contar las historias de una nación fracturada. También resuenan ecos de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, no en el recurso al realismo mágico —que Vilches evita conscientemente— sino en la creación de un universo cerrado y autosuficiente, donde los ciclos de la historia se repiten como maldiciones.
Sin embargo, Vilches se aleja tanto del costumbrismo como del exceso simbólico. Su estilo está más cerca del llamado “realismo poético”, una categoría imprecisa pero útil para describir su capacidad de encontrar belleza en lo aparentemente trivial. Las imágenes que construye —una silla vacía, un pozo seco, una radio antigua— están cargadas de una fuerza emocional que nace precisamente de su humildad. Es un arte que no necesita alardes porque confía en el poder de lo mínimo.
Los personajes de 1927, caído de este lado, no tienen nombres grandilocuentes ni historias extraordinarias. Pero en su aparente insignificancia está la clave de su universalidad. Son figuras reconocibles, cercanas, construidas con empatía y sin artificio. Mujeres que cuidan, hombres que callan, niños que juegan. Y en todos ellos, una misma pregunta: ¿qué queda de nosotros cuando nadie nos recuerda?
Es en este sentido que la novela se convierte en un acto de resistencia(que va más allá de lo literario, propiamente dicho). Frente a una cultura que exalta lo visible, lo heroico, lo excepcional, Vilches apuesta por la dignidad de lo cotidiano. Recupera lo que la historia oficial ha borrado: los gestos pequeños, los vínculos invisibles, las vidas sin relato. Su escritura no solo emociona: repara. Es un acto de justicia literaria.
El uso del lenguaje contribuye poderosamente a esta función reparadora. Cada frase está construida con una precisión que recuerda a los poetas. No hay exceso, no hay grandilocuencia. Hay ritmo, hay cadencia, hay una voluntad musical que transforma la prosa en una forma de canto. La lectura se convierte en una experiencia sensorial: no solo se entiende lo que se lee, se lo huele, se lo escucha, se lo toca.
En la construcción de esta experiencia intervienen también los silencios. Vilches sabe que a veces lo más poderoso no se dice. Deja espacios en blanco, frases inconclusas, escenas sugeridas. Y en esos vacíos, el lector encuentra su lugar. La novela no impone una interpretación; la invita. Es una obra abierta, generosa, que confía en la inteligencia y la sensibilidad de quien la lee. En los últimos capítulos, la obra no cierra, no concluye. Porque la memoria no concluye. La novela se apaga como una canción que se desvanece, como una tarde que se va haciendo noche. No hay un clímax, no hay un epílogo. Hay, en cambio, una última imagen, una última sensación: la de haber estado allí, en ese pueblo olvidado, acompañando a esas vidas pequeñas que, gracias a la literatura, ya no están solas.

Referencias literarias y contexto estético
Para entender en toda su dimensión el aporte de Ildefonso Vilches, conviene situarlo en un diálogo con otras voces literarias. Como se mencionó antes, Juan Rulfo y Gabriel García Márquez son influencias reconocibles, aunque no imitadas. También podríamos pensar en escritores como Antonio Di Benedetto, especialmente por la sobriedad de su novela Zama, o incluso en Claudio Magris y su exploración del tiempo y la memoria en El Danubio. En la tradición española, autores como Luis Mateo Díez o Julio Llamazares han trabajado registros similares.
Vilches se inscribe así en una corriente literaria que apuesta por la memoria como resistencia y por la belleza como herramienta de verdad. En un tiempo donde la velocidad y la superficialidad parecen dominar la escena cultural, su propuesta es radical en su delicadeza. Escribir con lentitud, leer con atención, recordar con compasión.
En definitiva, 1927, caído de este lado no es solo una novela hermosa. Es un gesto político, un acto de amor y una obra maestra de la sensibilidad. Su lectura debería ser obligatoria no solo para los amantes de la literatura, sino para todos los que creen que recordar es un deber moral.