Consustanciales a nuestra capital escandinava, estos especímenes, los tártaros, cuya presencia
e influencia se siente cada vez más en toda Europa, producto de sí mismos y de los agitados tiempos que corren, están aquí para quedarse y multiplicarse. Sufridos y poco sistémicos, sobreviven a sus anchas y arrastran al lector(a) a reconocer en su propio ser el componente tártaro que posee y que cada día se hace más universal. Tres de ellos son el centro de esta saga: un narrador trabajador del metro en la primera mitad de la treintena; Juanito, un cincuentón caribeño, poco afecto al trabajo, que ama el capitalismo sin ser correspondido y Elsie, una viuda raizal en la mitad de sus setenta, obrera de fábrica pensionada que se asume como guardia moral de su sociedad. La vida de estos visionarios se enlaza con otras, propiciando que la gama de hombres y mujeres de nuestra epopeya sea amplia y variopinta. La carne es transversal a este pandemónium y fundamento para el discurrir de aventuras amorosas, frustraciones, anhelos, taras, placeres, odios, dolores, pasiones y virtudes de todos los personajes… Estas personas, que saben en qué mundo viven, carecen por completo de cordura pequeñoburguesa.
Puriq Santana nació en un pequeño pueblo en las estribaciones de la Cordillera Oriental de los Andes Colombianos donde se llegaba por un camino de herradura. Muy niño, arribó a la capital del país con sus padres; allí estudió y, al comienzo de su tercera década, viajó al mundo llamado «desarrollado» con la intención de conquistarlo y colonizarlo. En el deambular por aquellas tierras desplegó unas quizá innatas aptitudes para dedicarse a lo que ha sido principal fuente de conocimiento y praxis cotidiana: Oficios varios: lavaplatos, camarero, cargador, estudiante, tornero principiante, profesor, aseador, delineante de arquitectura, obrero en línea de transmisión, trabajador agrícola, trabajador del metro, director de cine, chófer de autobús, asistente de barman de café, asesor de finca raíz, cuentista y novelista.
Ha sido un «malabarista de la vida». Uno más. Finalmente, el andariego Puriq regresó a Colombia sin haber conquistado ni colonizado Europa, pero en sus alforjas casi vacías tenía este aprendizaje que le ha servido para, en igualdad, compartir con sus congéneres y sobrellevar las vicisitudes: cada quien es centro del mundo.