Autora de Elogio cabal de la derrota (Editorial Adarve, 2024)

Paula San Vicente Pellicer. A Coruña, 1963. Estudió Filología Portuguesa y Filología Hispánica en la Universidad de Santiago de Compostela. En 1998 publica el poemario Gatos a lápis (Ed. Caminho, Lisboa). En 2003 se hace con el Premio de Narracións Breves Manuel Murguía con el relato As Idades dela (Ed. Espiral Maior). En 2007 obtiene el Premio Carvalho Calero con Fios de Contas (Ed. Laiovento). Además, ha colaborado en numerosas revistas literarias de España, Portugal y Brasil. Actualmente trabaja en publicidad en un diario de Galicia y, a ratos, se dedica a pensar.  

Vivo en un jardín. El jardín tiene una casa donde paso el invierno y las noches, pero las más de las veces, escribo, paseo y trajino entre insectos, árboles y flores.

Me gano la vida trabajando en un periódico y me dedico a la publicidad, pero eso, pese a los casi 35 años que llevo haciéndolo, me parece accidental.

Antes de saber leer ya escuchaba los poemas de Federico en un disco, no sé si medio clandestino, que tenía mi padre. Las voces de Berta Riaza, Agustín González y Fernando Fernán Gómez me atrapaban. Moría de miedo con la voz de la Riaza llorando ante la «sangre de Ignacio sobre la arena»… y seguía a Antoñito el Camborio cortando limones sin llegar a comprender lo que había de drama en su encuentro con la guardia civil.

La primera vez que escribí un texto se lo leí a mi familia en la cocina. Recuerdo su manera de mirarme, el pequeño silencio con que envolvieron cuidadosamente sus palabras de asombro y la manera en que, desde aquel momento, se instaló en mi la voluntad de la escritura. Creo que tenía diez años.

La vida empuja y sorprende pero siempre me han acompañado los libros. Ellos me han ido modelando la mirada y, consecuentemente, la forma de pensar. Siempre he sentido esa manera peculiar de vivir para poner por escrito, para escribir. Creo que ese impulso, el de vivir narrándose la vida, es lo que nos hace escritoras.

Al convertir la vida en palabras nos adentramos en ella con la distancia y con el asombro de quien curiosea, de quien observa y aprende… Como si fuésemos a encontrar la explicación incomprensible del misterio. Y el misterio es justamente esa busca estimulante siempre, y siempre placentera.

Al principio la mirada se centra en una misma. La infancia, la adolescencia y la primera juventud se transitan analizando las propias emociones. Nada hay más importante que nuestro propio dolor o nuestra alegría.

Más adelante rompemos la cáscara del quebradizo yo y nos asomamos al mundo. Creo que es entonces cuando nuestra mirada se enriquece y la paleta de palabras se agranda más allá de lo aprendido.

Se hace camino al andar y se hace prosa al escribir.

Leer es el alimento de la escritura. Cada verso o cada párrafo afinan nuestro estilo. Todas tenemos nuestros imprescindibles: El Quijote, El Infinito en un junco, Morreste-me, El Romancero gitano, Os Maias, El primer hombre, El arpa de hierba… Lorca, Machado, Cervantes, Pessoa, Irene Vallejo, Cortázar, Eça de Queiroz, Borges, Camus, Pia Pera, Peixoto, Simone de Beauvoir, Maggie O’Farrel, Tagore, Flannery O’Connor, Homero, Safo, Whitman, Thoreau, Truman Capote, Esquilo, Ivan Doig… Todos ellos, y muchos más, forman parte del entramado de lecturas que son mi familia. Me acompañan siempre y, en ocasiones, desde siempre. Otras se van incorporando con el paso del tiempo y llegan para no despedirse nunca.

Todas las lecturas han dejado su impronta en mi manera personal de expresarme y, cómo no, de comprender aquello que me rodea.

He tocado casi todas las formas de narrar: la poesía, el relato, en ensayo, incluso alguna vez, el teatro.

De la poesía me gusta la condensación de los versos y la magia de tocar las almas con una imagen velada.

El relato es concreto y se vale también del poder de lo breve, se apoya en la metáfora para acortar el camino y se queda suspendido en el aire, revoloteando en la memoria de quien lee hasta estar completo. Creo que los cuentos se parecen a los alimentos deshidratados… necesitan su tiempo en agua para poder saborearse.

Recientemente, y con la editorial Adarve, he publicado un ensayo, Elogio cabal de la derrota, en el que la poesía, el relato y la reflexión se entretejen sin escrúpulos. El resultado es un libro peculiar en el que parece que todo el mundo llega a reconocerse.

Es posible que sea por mi edad y por las experiencias propias y ajenas que me ha tocado vivir, pero me preocupa la madurez, la vejez y el aliento de la muerte que nos susurra. En eso estoy ahora. Escribo afanosamente sobre el hecho de hacerse mayor, sobre la manera en que nuestra sociedad, y también cada una y cada uno, encara y asume ese momento. La dificultad para reconocer las limitaciones, para desprenderse de obsesiones, manías y preferencias superfluas. Cuanto más escribo-pienso sobre ello más me convenzo de la necesidad de trabajarnos, de pulirnos… Somos nuestra propia obra de arte: es preciso perfeccionarse hasta el final.

Somos piezas valiosas de un conjunto que busca ser mejor. Como individuos tenemos la responsabilidad de estar en permanente construcción. Buscar la felicidad es enriquecer nuestra identidad y navegar sobre lo bueno y lo malo que la vida nos trae sin perder la conciencia o la compostura.

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