Vivo en una esquina del Maresme, comarca barcelonesa que muchos comparan con la Toscana italiana por sus viñedos y su belleza. Mi casa está encaramada en un alto con vistas al mar. La misma orilla a la que una tarde de finales de los años sesenta me llevó mi padre de la mano para que viera por primera vez el Mediterráneo. Yo entonces tenía ocho años. Hacía pocos días que mi familia había recalado en Badalona, procedente de Castilla la Vieja. Aquel largo viaje ferroviario cambió el curso de nuestras vidas.
El paisaje industrial que rodeaba nuestra casa no incomodaba para nada a mis padres ávidos como estaban de encontrar trabajo cuanto antes. En cuestión de días se fueron colocando todos. Por aquel entonces se precisaba abundante mano de obra para satisfacer el tupido tejido industrial catalán.
El sonido de las sirenas marcaba el ritmo de nuestro día a día avisando del inicio y final de los turnos laborales. El afán por salir adelante lo llenaba todo sin dejar hueco a la nostalgia. De aquella etapa data el primer relato que escribí sobre nuestro pueblo natal.
Desde niña quise ser periodista. Me imaginaba surcando océanos con mi Lettera-36 cubriendo conflictos bélicos o de cualquier tipo donde mi periódico imaginario tuviera a bien mandarme. Pero para eso faltaban aún algunos años. La entrada en el mercado laboral fue a los catorce. Era la edad habitual por aquellos años para estrenarse en el mundo del trabajo. Al acabar la jornada estudiaba bachillerato en el Instituto Albéniz.
Luego llegaron los años de la Universidad. Cruzar el umbral de la Facultad de Ciencias de la Información de la Autónoma de Barcelona era de aquella todo un reto para los hijos de los trabajadores. Una época de aprendizaje en lo académico y también en lo personal. En las aulas y en el campus se respiraban, a principios de los ochenta, aires de fuerte efervescencia política. Salíamos con el título bajo el brazo dispuestos a comernos el mundo.
Eran tantas las ganas de estrenarnos en una redacción que en la entrevista de trabajo casi nunca nos acordábamos de preguntar por la nómina que íbamos a percibir. Lo cierto es que hubiéramos pagado por trabajar allí antes incluso de descubrir que era tinta y no solo sangre lo que nos corría por las venas. Mira que nos habían prevenido en la Facultad: «Tened cuidado, que la de periodista es una profesión poco lucrativa». Tenían razón, pero daba igual, ansiosos como estábamos por redactar crónicas firmadas con nuestro nombre que al día siguiente corríamos a leer a toda prisa al quiosco.
Siempre me gustó el reporterismo. Pisar el terreno y tocar realidad molaba. En la mesa de redacción solo el tiempo justo para redactar. La vida aguardaba en la calle y había que volver a salir cuanto antes. Los primeros pasos fueron en la emisora de radio y prensa local: Ràdio Ciutat de Badalona, la Revista de Badalona, El Eco Badalonés y varias corresponsalías a la vez. Luego empecé a publicar en el Diario El País donde ejercí la mayor parte de mi carrera profesional.
La vida del periodista nunca fue fácil .Ya lo puso negro sobre blanco mucho tiempo atrás el maestro Mariano José Larra. Jornadas inacabables, mal remuneradas pero riquísimas en vivencias. No las hubiera cambiado por nada. Alerta con evaluar las profesiones que eligen nuestros hijos solo por el rendimiento económico que les reporta. Dedicarse a lo que a una le gusta no tiene precio. A riesgo de que algunas empresas saquen tajada de ello.
Lo de publicar en formato libro vino después. Fue casi un proceso natural. No en vano periodismo y literatura han ido siempre de la mano. Ambas se nutren de la palabra escrita. Llevo publicados seis libros, tres de los cuales son biografías. Me siento cómoda recreando la vida de personas que han dejado huella, bien por su altruismo, por su espíritu de superación o por su trabajo a favor de la colectividad. Todos ellos los elegí por entender que encerraban una historia digna de ser contada. También he disfrutado probando en otros géneros y tengo la intención de seguir haciéndolo. El siguiente será una novela ambientada en la postguerra.
Si tuviera que elegir uno de mis libros me quedaría con el dedicado al misionero y muy querido alcalde de Santa Coloma de Gramenet, Lluís Hernández, titulado El capellà rebel. Escrito en primera persona, la editorial que lo publicó (Nous Horitzons) sacó cuatro ediciones. Se registraron más de catorce mil descargas. Resultó muy gratificante por diversos motivos para una escritora en ciernes como una servidora.
Acostumbrada a describir a otras personas me resulta algo raro referirme a mí. Los amigos que más me conocen dicen que soy alegre, locuaz y extrovertida. Tal vez destacaría la curiosidad y la empatía como los rasgos que mejor me definen.
Elegir un solo libro de cuántos he leído a lo largo de la ya dilatada vida no es tarea fácil. Sí diré que Solitud (Soledad) de la escritora que firmaba con el seudónimo de Víctor Catalá (Caterina Albert) me impactó mucho por su lenguaje llano y por el entorno rural en el que se desarrollaba, que ella sabía describir magistralmente. Miguel Delibes es otro de los autores a los que siempre vuelvo y nunca me defrauda por su castellano riquísimo, por los temas que elige y por su sencillez.
Una frase que me quedó grabada del escritor Umberto Eco dice más o menos así: La persona que no lee vive únicamente su propia vida. La persona que lee vive la suya y la de todos los personajes que protagonizan las historias que elige.
Las disputas tribales en la antigüedad desataban tremendas trifulcas entre poblados vecinos, casi siempre estériles y dañinas para las partes en litigio. En épocas no tan lejanas, el viejo continente europeo ha sido escenario de conflictos bélicos que cobraron millones de vidas humanas. Todo ello debiera disuadirnos para que buscáramos siempre puntos de encuentro.
Recuerdo que cuando pusimos los pies en Barcelona mi padre, que había venido un mes antes para allanar el camino al resto de la familia, nos animó diciendo que íbamos a estar bien porque Cataluña siempre había sido una tierra de acogida. En aquellos años el lema que imperaba era «Es catalán todo aquel que vive y trabaja en Cataluña». A los recién llegados nos llamaban «los otros catalanes». Así fue durante bastantes lustros antes de que unos pocos sembraran la peor de las discordias. Sorprendentemente fueron secundados por otros muchos. Ojalá vuelva pronto a imperar la cordura.