Me llamo Javier Gálvez Guasp y nací en Madrid hace 53 años. Me gano la vida como abogado y también soy licenciado en Lingüística. Mi verdadera pasión, sin embargo, son los viajes y la literatura. En mi caso, se entrelazan de tal forma que casi no podría imaginar los unos sin la otra, o viceversa.

Aunque resido en Madrid, gracias a las nuevas tecnologías puedo pasar mucho tiempo en Holanda, donde mis dos hijos estudian en la Universidad disciplinas tan esotéricas (para mí) como la Ingeniería Aeroespacial y la Inteligencia Artificial.

A mis hijos siempre les animo a leer libros, a emocionarse con una obra de arte o con un paisaje, a ser curiosos, a no perder de vista la dimensión humana de las cosas. Qué puede haber mejor que un ingeniero aeroespacial que lea a Shakespeare, les digo, o que un experto en Inteligencia Artificial que sepa quiénes fueron los griegos.

Además de la literatura y los viajes, me gusta caminar por la naturaleza, que en ocasiones puede ser una experiencia casi mística, montar en bicicleta, escuchar buena música (mejor en vivo), o aprender idiomas que jamás voy a necesitar ni tal vez a usar (sé que esto suena un poco absurdo, pero comenzó cuando tenía diez años y me compré un método de lengua swahili en la Casa del Libro de Madrid, y desde entonces no solo no ha parado, sino que ha ido a peor…).

Pero por encima de todo tengo afición a las personas. He encontrado personas maravillosas a lo largo mi vida, por supuesto viajando, pero también en mis distintos lugares de residencia. Muchos intelectuales no tienen en cuenta que se puede aprender mucho más de las personas que de los libros; pero de quien realmente aprendemos es de la gente; porque los libros –por supuesto me refiero ahora a la literatura- solo son un medio para acceder a universos mentales, emocionales y estéticos de personas concretas.

Gracias al intercambio de casas en vacaciones, no solo he tenido veranos maravillosos (y bastante baratos) en lugares como los fiordos noruegos, los bosques de Massachusetts o los lagos canadienses, sino que he hecho amistad con personas que nunca hubiera conocido de otra manera, saliendo, por así decirlo, de mi “cascarón”, para afrontar el mundo de otra manera.

Uno de mis principios vitales es que hay que “desprogramarse” de las cosas que nos vienen dadas por nuestro origen, las costumbres y tradiciones heredadas, por los mitos y los dogmas, para luego “reprogramarnos” en completa libertad, según la persona que somos en realidad. Esto, que parece fácil de afirmar, puede costar mucho esfuerzo, y lo digo por experiencia.

El rasgo más sobresaliente de mi personalidad (aunque tal vez uno mismo sea el menos indicado para decirlo), sería antes un defecto que una virtud, y es la fascinación, casi obsesiva, por lo diferente, por lo “otro”, lo relativamente lejano o incluso lo francamente inaccesible.

Esto es, en cierto modo, lo que trato de buscar cuando viajo y escribo, cuando leo y viajo, cuando intento comprender cómo ven otras personas el mundo ¿Deseo romántico de evasión? ¿Hastío de la realidad cotidiana? ¿Estéril escapismo? Tal vez un poco de todo esto.

Como la mayor parte las personas que hemos soñado con escribir, utilizo la literatura (también) para crear mundos imaginarios, universos que nos salven, en cierto modo, de esa realidad cotidiana, en la cual me ahogaría (lo digo con total franqueza) si no existiera la literatura.

Valoro la humildad, la sencillez, la flexibilidad y la tolerancia. Me enervan los dogmatismos, la infatuación y el engreimiento. Mi sueño máximo: un mundo en paz, aunque sé que esto es poco probable que lo veamos.

Un momento clave en mi vida (mi vida personal y literaria, aunque también política, intelectual, afectiva y todo lo que se quiera) fue cuando, tras un período de crisis existencial (por motivos que no vienen al caso), decidí marcharme por un tiempo a Centroamérica para hacer trabajo social. Al final, debido que soy muy torpe cosechando milpas o construyendo galpones o incluso ordeñando vacas -de todo lo cual me avergüenzo sinceramente- me pusieron a hacer entrevistas a antiguos guerrilleros y supervivientes de la guerra civil en El Salvador, fruto de las cuales, y tras un gratificante proceso de reelaboración literaria, escribí mi primer libro, Cien Lunas de Maíz.

En él intento reflejar la desesperación de cientos de víctimas civiles atrapadas en mitad de un conflicto bélico, algo que por desgracia resulta hoy en día de urgente actualidad, los recursos inagotables de solidaridad y altruismo que algunos individuos corrientes encuentran dentro de sí mismos cuando la vida se “desnuda”, por así decirlo, y nos encontramos con lo esencial, quiero decir, ante decisiones esenciales, aunque también la brutalidad y el horror, la constatación de que en la guerra se muere mucho antes por conceptos y mitos y abstracciones que por lo que de verdad interesa a las personas que la están protagonizando. En fin, se podría hablar de esto sin fin…

Tras escribir Cien Lunas de Maíz, durante algún tiempo viajé de forma incansable por América Latina y otros lugares; me di cuenta de que, por encima de las divisiones (étnicas, nacionales, religiosas, culturales, etcétera) todos los seres humanos formamos una sola “nación”, de manera que todos compartimos los mismos miedos, los mismos anhelos, ilusiones, frustraciones e incertidumbres.

Los dogmas, las naciones, las ideologías, nos dividen, enfrentan el “nosotros” y el “ellos”, promueven la intolerancia y el egoísmo, pero esto es fundamentalmente falso, un espejismo, una perspectiva que, a medio y a largo plazo, no nos acaba conduciendo a nada bueno, cuando no nos lleva directamente al desastre, a la catástrofe, como creo que muestra suficientemente la historia.

Esta idea fue cobrando fuerza en mí. Después de muchas lecturas, muchos viajes, muchas reflexiones, escribí Revolución Cosmopolita, que publiqué, en junio de 2023, con la editorial Adarve. Un libro en el que quiero dejar por escrito mis ideales cosmopolitas y filantrópicos, es decir, mi propia visión del mundo, y en el que también pretendo, a mi manera, “deconstruir” el concepto de nación como eje central de la ideología nacionalista.

Sé que se trata de una cuestión polémica y discutible y que muchas personas no suscribirán las tesis del libro, que evidentemente tiene mucho de utópico (siempre he admirado la literatura utópica, pues creo que a la larga ha hecho mucho más para “cambiar el mundo” de lo que suele reconocerse y si no, tomemos como ejemplo el Contrato Social de Rousseau, obra que fue considerada en su tiempo como el colmo de lo utópico y lo irrealizable y que, sin embargo, sentó los fundamentos de la democracia moderna).

Actualmente –y dado que resulta imposible abarcar la riqueza del pensamiento cosmopolita en un solo libro- trabajo en otro proyecto que probablemente se acabe titulando “Historia de los ciudadanos del mundo”, donde abordo, de forma más sistemática, la evolución del pensamiento universalista y no-identitario, desde los cínicos y los estoicos de la Antigüedad clásica, pasando por los sabios renacentistas, el pensamiento ilustrado de Kant, hasta numerosos intelectuales, escritores, artistas o músicos cuya faceta cosmopolita, más o menos activa, resulta mucho menos conocida.

También tengo previsto publicar otra novela con la editorial Adarve, en este caso una novela histórica, que se titulará “Tebas” o “La flor de Tebas”. En ella reflejo, a partir de los datos biográficos mínimos que se conservan, la vida de la pareja de filósofos vagabundos formada por Crates de Tebas e Hiparquía de Maronea, precursores de la corriente de vida cínica y también de ideas sorprendentemente modernas como el ecologismo, el feminismo y la no discriminación por motivos de etnia, origen o lugar de nacimiento. La revalorización de la vida sencilla y el retorno a la naturaleza (no en vano hablé antes de Rousseau, autor que me fascinó a raíz de leer sus Confesiones) sería el hilo que conecta este libro con Cien Lunas de Maíz, dos novelas que tienen mucho en común, a pesar de que la primera transcurre en la Antigüedad y la segunda en la Centroamérica de finales del siglo XX.

En cuanto a influencias literarias, he tenido muchas. Leer ha sido siempre para mí una vía de escape necesaria, una forma de conocerme a mí mismo -tal vez por haber sido siempre un autodidacta- de explorar mi propia sensibilidad y mis límites. Según las distintas fases de mi vida, me han influido autores muy diversos.

Hubo una época en la que para mí todo era William Faulkner. Pero también he admirado mucho a Virgina Woolf, Huxley o Cormac McCarthy. Alejo Carpentier, Lezama Lima y Cortázar entre los latinoamericanos. También Nikos Kazantzakis y Thomas Mann me atraparon en su momento. Últimamente me he abierto a otros mundos literarios menos occidentales o, si se quiere, más cosmopolitas, autores de Asia, como Salman Rushdie o Janika Oza, o de África subsahariana, como Chinua Achebe de El mundo se desmorona o Chimananda Ngozi Adchie de Hibisco Púrpura o la sublime novela en verso The perfect nine de Ngugi Wa Thiong´o. Admiro mucho a este autor por su inagotable creatividad y frescura, y porque esperó hasta tener más de 80 años para regalarnos su mejor obra, probablemente la más joven de todas (algo que tal vez solo puede darse en el mundo de la literatura).

Una de las citas literarias que más me ha conmovido es la inscripción que leí en el lugar donde un día estuvo la cabaña de Henry David Thoreau, la cual construyó con sus propias manos en una orilla de Walden Pound, y en la que vivió durante casi tres años en completa soledad. La inscripción dice así, traducida al castellano: “Fui a los bosques porque deseaba vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida…para no darme cuenta, en el momento de morir, de que no había vivido”.

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