¿Qué ocurre cuando la lógica —a veces ilógica— que nos mueve se invierte? A este peculiar quiebre de la cotidianidad se enfrentan los personajes de La calle de la berenjena y otras historias sin gluten, perdidos en un mundo que creen conocer, pero en el que realmente nada es lo que parece. Que se lo digan a los cazadores cazados de Un adiós por WhatsApp y La buena acción del día o a las parejas rotas de ¡Niágara!, Follamigos y Una ruptura amistosa o a los maniáticos de Las llaves, Ranas y El coleccionista más absurdo del mundo o a los adictos a las redes sociales de Woody selfi Barcelona, Bucle y El niño que sonreía demasiado o incluso a los perros de Se llama Dumbo, Bonjour, Rosebud y M-30, más humanos que sus dueños. En todos y cada uno de los relatos, Lorenzo Chaparro demuestra que la mejor literatura se destila no de lo insólito, sino de situaciones corrientes en las que cualquiera puede verse atrapado y arrastrado a finales sorprendentes.
El libro está dividido en dos partes, para que el lector, según su estado de ánimo, elija a la hora de leerlo entre el humor o su antónimo. O, lo que es lo mismo: entre la risa o todo lo contrario. Tal vez porque la vida es así, con momentos divertidos y otros que nos encogen el corazón; y también porque, por mucho que queramos, no podemos estar instalados de forma permanente en el humor, sino solo a veces.
Eso sí, tanto en un caso como en otro, siempre sin gluten.
Lorenzo Chaparro. Herman Melville escribió: «Un barco fue mi Universidad de Yale y mi Harvard». Parafraseando al eminente escritor, puede afirmarse que para el autor de este libro las bibliotecas fueron su Universidad de Alcalá y su Complutense. Vaya por delante, pues, que carece por completo de biografía y que lo único que se puede afirmar de él es que escribe desde que un día descubrió que disfrutaba con ello, intentando a lo largo de los años publicar (sin conseguirlo, por supuesto). Proverbialmente hablando, hay tres cosas que un hombre debe hacer antes de enfrentarse a la muerte: tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol. Pero si al hijo no se le educa, el árbol no se riega y el libro no lo lee nadie… será como si no hubiésemos hecho nada. Como los hijos emigraron por la crisis y el árbol que plantó un día se calcinó en un incendio, al autor solo le queda esperar que al menos alguien lea su libro de relatos sin gluten y lo disfrute con salud.