Cuentos sencillos, breves cuentitos, escritos a vuela pluma casi todos con humor, a veces ¡ay! amargo que otra cosa es chiste. Sin más pretensión que divertir y divertirme porque, digan lo que digan los mamotretos, se trata de matar el tiempo en legítima defensa porque también él nos va matando. Y es que, como dijo mi paisano Wenceslao Fernández Flórez (creo que en Las gafas del diablo), «se puede jurar, sin temor a perder el alma, que en este mundo hay una excesiva seriedad» o, como le decía Wolfang a su amada Constanze, «abrimos y cerramos nuestras bocas una y otra vez y al final tan solo se trata de Plumpi-Strumpi».
Mario Páez (La Coruña, 1959). Pues sí que pasaron cosas en setecientos meses. Infancia en Santa Marta de Ortigueira. Derecho en Compostela y Alcalá. Algunos años en Madrid, esa Babilonia, entre el metro y una corrala de Ponzano. Abogado. Qué le vamos a hacer. Mañanas de expediente y tardes de sintagma. Paseos. Ese andar entre la gente. Quizá tengan razón los días laborables. Café y caldo de gallina. «El librillo de color teja, el picorcillo de la brizna y la pavesa gris volando como una pizca de caspa». Debo el amor a la literatura a la amabilidad de la costumbre y a «no saber la forma precisa de la demora».