Madrid, 1966.
Reconocido articulista en diversos medios de La Mancha es, además, crítico de arte y poeta. Actualmente forma parte del consejo de redacción de la Revista Literaria Calicanto. Cursó estudios de Filosofía, Geografía e Historia e Historia del Arte y es profesor de Enseñanza Secundaria en su localidad, Manzanares. Autor de los poemarios Del verbo, la oscuridad (D.P.C.R, 2013) y La piel en el tacto (Ayto. de Miguelturra, 2021), ha sido acreedor del Premio de Poesía Carta Puebla, XXI. Ganador del XII Premio Internacional ALCAP de Poesía 2024, por el poemario Tratado sobre el vacío. También ha publicado Filosofía en El Quijote (Ed. Síntesis, 2016) y La Casa de María (Ed. Almud 2021).

Vivo en uno de esos extensos lugares de la llanura manchega que son ciudad. Manzanares, encrucijada de La Mancha donde, prácticamente, pasado ya medio siglo me he dejado vivir, me he casado y he tenido a mi hijo, y donde me formé en las primeras letras. Creo que de este paisaje y paisanaje he mamado una visión del mundo «medrosica», desapegada a veces, y discreta. En La Mancha he desarrollado mi carrera profesional y gran parte de mi actividad intelectual.
Al par de la poesía y de la ficción narrativa, han sido la crítica de arte y la filosofía los ámbitos en que se ha movido mi interés. En un principio hice Carrera de Geografía e Historia. Me especialicé luego en Historia del Arte y durante tres años investigué en el Departamento de Arte III de la Universidad Complutense. Gané plaza de profesor de Secundaria (amo mi trabajo y deposito en la educación muchas esperanzas). Para entonces era ya un joven un tanto reparón y contestario, del Colectivo Palestra, que emocionado por la oportunidad, empezó a escribir sus primeras críticas y artículos de opinión en la Revista Siembra, en la que aún colaboro.
Allí me forjé como escritor y aprendí los rudimentos de la prensa en su inmediatez, rodeado de muy buenas gentes. Ejerciendo como educador, terminé mis estudios de filosofía, y durante no pocos años me entregué a la investigación sobre las ideas del filósofo Xabier Zubiri, en cuyo pensamiento me considero un discreto especialista. No puedo negar que estoy interesado, pues, en el problema de la realidad, y convencido de las posibilidades de la inteligencia sentiente.
Y siendo amante de esta tierra señera, de sus gentes, donde ahora educo y contacto con jóvenes, ¿cómo no iba a recorrerla, a tocarla, respirarla y sentirla profundamente? En lo próximo, en lo cercano, en la piel, lo manchego me ha embargado sin renunciar por ello a cuanto de universal posee. Andando, corriendo, pedaleando y nadando (el deporte me chifla) me he inmergido en estos desconocidos parajes llenos de historia y prietos de rincones anónimos y embriagadores, y que solo quedamente pueden saborearse. Los he fotografiado (otra de mis aficiones) y prosigo en ello, queriendo así solidificar lo líquido y mutante, lo hermoso en su efímera manifestación. Yo creo que de esta borrachera de terruño vive mi novela La disyunción. Y, sin duda, todas mis novelas.
No sé si por virtud, o para desgracia, uno de los rasgos que definen mi personalidad es, junto a ese afán de aventura en lo cercano, la sensibilidad, monstruo demodé. Por ella trato de sacarle a las experiencias y a las cosas cuanto puedan decirme, las interrogo, barajo, muevo, observo y disfruto con la pluralidad de su caras y manifestaciones. Quiero palpar en su riqueza, llegar a lo hondo sin por ello renunciar a sus vestimentas, a las sensaciones de su superficie. Y esto hay que registrarlo porque es el poder de la realidad, y es lo que quiero ofrecer a mi lector, ser capaz de que él o ella también lo sienta, y corrobore esa realidad que al escribir se acrece.
Así las cosas, si decidí ser escritor es porque no pude evitarlo. Era, escribir, la forma de disfrutar definitivamente de las cosas vividas. Si no volvía con la pluma sobre lo vivido, quedaba como canijo, desfavorecido, poco gozado y anónimo. Yo me quedaba a medias. Hasta que llega ese momento en que se goza incluso de lo puramente ficticio, que, a la postre, es lo mismo, lo que se ama pero recreado e imaginado. Desde aquí es fácil echarse en manos de la novela. La literatura viene a poner bocina a lo que está sottovoce. ¡Qué duda cabe de que con esta necesidad de escribir se genera más mundo y, también, una tensión con la que convivir! Pero a día de hoy creo que esta tensión merece la pena, es satisfactoria, enriquecedora, para mí y para mi entorno. Necesito ofrecer perspectivas del mundo a mis lectores y quiero registrarlas. Tal vez sea esto lo que me ha llevado a buscar en la fotografía, en el deporte, una especie de complemento, el de la inmediatez y objetividad, gozo efímero que, a la literatura, incluso a la poesía, se le suele escapar, a la que no puede acceder. ¿Seré un diletante entonces?

En este mundo de la literatura, hacerse es ante todo ser lector. He encontrado siempre un regusto extraordinario en aquellos escritores que, líricos, son capaces de entregarnos las profundas razones de la vida, de la existencia. Y he apostado por los clásicos consagrados. Escritores rotundos, como Leopoldo Alas, abarrocados como Umbral, de intrahistoria como Azorín, Unamuno o Cela. Prestidigitadores como Gómez de la Serna, han sido mis maestros. En especial toda la literatura española, la de aquellos que modelan un mundo y sus emociones con el lenguaje; Ramón J. Sénder, el de Alfanhuí. Miró, el de El obispo leproso. He llorado con El hereje y rabiado con Los santos inocentes. Me dejo acomodar sobre la sofisticada ingenuidad de la literatura antigua, como Genji Monogatari, que tanto me sorprendió, o la cautivadora Odisea, sobre la que hay que volver una y otra vez, como sobre El Quijote. Por no decir la Epopeya de Gilgamesh o los Diálogos del gran Platón. Por lo mismo, a lo mejor, no concibo la poesía sin La lírica profunda de un J.R. Jiménez y me encanta completar la narrativa con la labor de los poetas, nuevos, novísimos y viejos. Pero, sobre todo, no puedo desmerecer la filosofía que se hace hermosa literatura, y de la que España tiene grandísimos ejemplos: d’Ors, Ortega, Zubiri o la evocativa y sapiencial Zambrano. Después de todo, la coyuntura de la sensibilidad me lleva a una especie de trilogía en que fundar el buen escribir: contar, embellecer y dar que pensar. Ese trípode es una constante, creo, en la literatura que hago, ya sea ensayo, poesía o novela. Y espero que siga siendo así, cada vez más hilvanada, más natural, más mía y de corrido.
Estimo que La Regenta es obra admirable. En la novela se vinculan de una manera extraordinaria, creo, el mundo exterior y el mundo interior. De ambos son víctimas todos los personajes. Esto es digno de remarcar. Sin abandonar la lucidez, la sensibilidad, y el empleo exquisito de la palabra, creo que, junto al Quijote, esta novela es culminación de nuestra narrativa, modelo del novelar.
Tampoco puedo evitar la lectura de San Juan de la Cruz. Forma esta de decir no con claridad, sino con oscuridad. Mejor aún, forma de decir con claridad la oscuridad. Nuestra más hermosa poesía que aplico como método, si cabe, a la filosofía y al ensayo.
«De ahí que el sentir humano y la intelección no sean dos actos numéricamente distintos… sino que constituyen dos momentos de un solo acto de aprehensión sentiente de lo real… (Inteligencia sentiente. Inteligencia y realidad)», Zubiri
Creo que la obra favorita del escritor o escritora está siempre por llegar. Indistintamente, es posible que La disyunción asuma las inquietudes dispersas en todos mis escritos. Por eso la consideraría la más representativa hasta el día de hoy. La componente crítica contra el mundo actual deshumanizado y tecnificado, la exaltación de la sensibilidad inteligente, la búsqueda de sí y de la posible autenticidad, la vigilancia del progreso y la capacidad trascendente del ser humano. Reúne así actitudes de Del verbo la oscuridad, primer libro de poemas que publiqué en 2012, o del ensayo filosófico Zubiri y la estructura momentual del pensamiento, obra más reciente de 2023.
Jugar con las palabras, hermosear, experimentar con el lenguaje. Porque cada experimento, cada expresión pone un tinte, una forma de ser la realidad. Ir a lo profundo, filosofar. Generar personajes de relieve, que se debaten entre el afuera y el adentro. Evitar la obviedad del mero entretenimiento, o el exceso de la acción. Eludir las modas, y retomar la tradición de los grandes, subvertir ideas, es también un modo positivo de hacer literatura hoy, y hay que reclamarlo. Estas novelas pueden ocurrir en cualquier lugar y en cualquier tiempo. Pretenden ser humanas.
Quizás sea por los derroteros que ha tomado la inteligencia hoy. O la mala consideración que tenemos de lo que es la inteligencia, pero también de los afectos, las emociones y pasiones, me hallo embarcado en estudios sobre la sensibilidad. Espero dar pronto a la imprenta un ensayo sobre la necesidad de reformular la sensibilidad, de humanizar la vida; y quiero también mostrarlo en una novela que trate el asunto. Porque incluso ante el azar, somos seres de sensibilidad inteligente, con todo lo que ello conlleva para manejarse en la felicidad y la infelicidad.
A lo mejor ha llegado la hora de sacar las uñas. De gritar y señalar que hay caminos. Que es el momento de «la disyunción», que merece la pena darse la pausa para meditar la vía, hacerse homo viator sensible, porque nuestro planeta anda desbocado. ¿Quién no ha tenido la sensación de andar perdido en este mundo, de correr desbocado? El hombre está perdiendo su capacidad de elegir, de caminar por sí mismo. Su libertad va embarcada en una nave que no maneja y que impulsa una corriente ingobernable. La palabra, el arte, la poesía en fin, han de tomar responsabilidades en este asunto. Solo ella tiene la fuerza suficiente para refrenar la fiebre y despertar conciencias.